05/52 Pequeños momentos de felicidad
Casi desde el inicio de la pandemia, salir a caminar a un parque cercano ha sido parte de mi rutina diaria. La comunidad que lo visita cambia según el horario: hay un grupo de señoras que hacen ejercicio dirigidas por un hombre que parece el clásico maestro de educación física (un poco panzón, con piernas flacas y actitud pasiva) que las pone a saltar vallas, a jalar ligas atadas a un poste o a correr de una esquina a otra del parque. Está también la atleta solitaria que saca de su cajuela todo tipo de artilugios (pesas, ligas más sofisticadas que las del maestro, tapetes de yoga de distintos colores) y suele ejercitarse en torno a una banca, que también aprovecha para hacer abdominales y otras contorsiones. Un par de gemelos altos y fornidos caminan lado a lado, a ritmo lento, vestidos con el mismo diseño de pants y playera en exactamente los mismos colores, tan cómodos con la réplica que tampoco necesitan hablar. Un hombre de mediana edad abre la portezuela de su camioneta y deja salir a dos perros: un viejo labrador con problemas de artritis y el hocico canoso (que no se mueve mucho y merodea siempre el mismo punto, esperando a que pase su dueño para hacerle fiestas) y un mestizo lanudo que corretea por el centro del parque, come lo que se encuentra y convive con cualquier otro perro suelto que se encuentre por ahí e iguale su nivel de energía.
En la esquina opuesta al parque, una mujer indigente descansa en la banqueta sin perder de vista las bolsas de plástico de colores que ha colocado, una a una, en la reja de malla ciclónica. Los colores traslúcidos brillan al sol y ella come alguna fruta o un plato de arroz cuyos restos deja al final para que se coman las aves. Cuando es temprano y no hay casi nadie a la redonda, la mujer aprovecha una de las tomas de agua al centro del parque para bañarse. Es entonces que las bolsas cobran sentido: usa una de ellas, la única negra y la más grande para cubrirse, saca el jabón y otros utensilios de limpieza de las bolsas de colores y poco a poco se va jabonando y enjuagando, para luego lavar su ropa y después, ya vestida (se las arregla para hacerlo sin quitarse la bolsa negra hasta que está lista) lava con cuidado cada una de las bolsas de colores que no son dos, ni tres, sino muchas más. Su número delata que no todas tienen utilidad sino que son pequeños tesoros que colecciona y cuida con el mismo esmero con el que se baña.
A finales de marzo del año pasado, una pick up de la policía municipal se detuvo en cada uno de los flancos del parque para hacernos escuchar una grabación que decía que nos encontrábamos en medio de una emergencia sanitaria y estaba prohibido estar ahí afuera, indicando que debíamos volver a casa. Me invadió la sensación de encontrarme en medio de una novela de George Orwell y todos nos miramos asombrados y fuimos desocupando el parque sin intercambiar palabra. Hoy, aunque el botón rojo está activo, no hay patrulla que nos detenga. Todos usamos tapabocas (salvo la mujer indigente que siempre mantiene una distancia que no tiene nada que ver con la pandemia sino con aquello que la mantiene lejana a cualquier intercambio que no sea con los pájaros a los que alimenta). Los perros restriegan sus lomos en el pasto medio seco y se llenan el manto de hojas y tierra, un hombre empuja una carreola mientras habla por teléfono y un entrenador de box coloca en el piso, al centro del parque, una especie de red con los espacios muy abiertos donde entrenará a tres muchachos a esquivar golpes y cambiar de guarda en cámara lenta.
Mi caminata siempre termina con una visita a la tienda de abarrotes. En la sección de frutas descubro que ha llegado la primera tanda de mangos. Alguien los ha amontonado en el mismo canasto en el que están las mandarinas. No me llevo ninguno todavía pero me hago la promesa de seguir al pendiente de ellos y comprar dos cuando se vean menos feos e inicie oficialmente la cuaresma. Pago una pieza de birote salado, una pieza de bolillo normal para Javier y una cajetilla de cigarros porque, bueno, no todas las cosas que me dan felicidad son saludables. En el camino de regreso a casa confirmo que Spotify no está tan perdido: agrego a mis favoritos una de las canciones de mi “descubrimiento semanal” justo antes de que la voz que tanto detesto me ofrezca contratar el servicio premium. Estoy de buen humor, así que no importa. Es temprano y tendré tiempo para bañarme y desayunar antes de mi primera clase en línea con un grupo que me encanta y con el que hablo de series de televisión (la universidad me dio chance de armar un programa y ahora me pagan por analizar con ellos los clásicos que me apasionan, las novedades que voy descubriendo y las que ellos me presentan).
Sobre mi mesa de trabajo hay un par de regalos que recibí por correo: dos libros de Editorial Alacraña y unas litografías que la próxima quincena voy a llevar a enmarcar. Me esperan varias tazas sucias y muchos papeles, libretas, un cenicero (que tampoco he limpiado) y unos libros que separé para un curso. Es dos de febrero, la pandemia sigue ahí y por eso decido registrar esto: para tenerlo a la mano como una especie de salvavidas cuando se ofrezca.