Nala: perrogato neurodivergente

Cecilia Magaña
5 min readFeb 9, 2021

Llegó hace poco más de dos años: los primeros meses fueron terroríficos. Nala había vivido varios años en casa de mi cuñada en Ciudad de México, entre otros perros que poco a poco la habían relegado al patio y donde pensamos que sufrió de maltrato por parte de un empleado. Su pelambre, que puede hacerla parecer un perro tierno, también se acomoda de formas caprichosas y expresiones de perro malora; impresión que confirmamos cuando nos lanzaba mordidas o nos gruñía furiosa, tratando de defender el sillón y la cama como su nuevo espacio.

Sus episodios de reto se intercalaban con momentos de ternura en los que nos ofrecía la panza para rascarla (cuidado con tocarle las patas traseras), y se paraba de manos. Descubrimos que le gustaban las alturas y las visitas: disfrutaba de echarse en la parte alta del respaldo del sillón (lugar que ningún humano de la casa iba a quitarle) y se portaba como el perro más dócil y manejable cuando alguien llegaba a casa (haciéndonos ver como un par de exagerados o mentirosos cuando explicábamos cómo se portaba a solas con nosotros).

Cuando se rompió la rodilla trasera saltando del sillón (el respaldo se volvió área restringida desde entonces) y tuvimos que operarla, descubrimos que en algún momento de su vida ha sido atropellada: tiene una fractura de cadera que soldó solita. Nos moríamos de miedo cuando teníamos que ponerle o quitarle la campana para que no se chupara la herida de la cirugía pero más o menos logramos superarlo (recientemente tuvimos que ponérsela de nuevo por un problema en sus patas delanteras y a manera de ofrenda de paz le dimos un huesito de carnaza que se le atoró entre los dientes… Quitarle el huesito y la campana fue todo un logro, fruto de habilidades de planeación y trabajo en equipo). Nos seguimos muriendo de miedo cuando se trata de asearla y hemos llegado a posponer el baño lo más posible (somos cobardes y la llevamos a estética. Constantemente diseñamos estrategias con la veterinaria para que la experiencia no sea tan traumática para quien la baña). Nala también es epiléptica. El baño, el corte de pelo y cualquier situación estresante desencadena (unas horas después del episodio que la inquieta) un ataque que comienza con un movimiento que te hace pensar que te está dando la patita, que luego se pone tiesa. La parálisis pasa después a la otra pata y recorre toda su columna, atravesándola como un rayo que se le escapa por las patas traseras. “¿Ha estado usted estresada?”, me llegó a preguntar su veterinaria durante una temporada de mucha ansiedad: resultó que Nala es también de lo más empática (alguna vez, una amiga que venía a tomar un taller de novela en la casa me confesó que cada que llegaba con algún problema, triste o angustiada, Nala se le acercaba y le hacía cariños, como si supiera).

Sus ladridos afónicos (equiparables a la voz de una fumadora), han logrado que poco a poco las perras vecinas (que antes eran calladas y amigables), saquen su lado salvaje y ruidoso. Ama los premios y jugar con sus croquetas: las mira como si fueran pequeños insectos vivos, las acecha, las toma entre sus dientes y las avienta lejos para luego recuperarlas. A veces, quizás por la divergencia eléctrica de su cerebro, da saltitos desorganizados de contento y en tan solo una ocasión realizó una danza ritual (el baile consistía en rozar el suelo con la nariz, dar un salto atrás, acercarse a la comida y repetir el contacto de la nariz con el suelo en otro punto, dando vueltas alrededor de su plato hasta lograr un giro completo). Bebe agua de la regadera, goza de mirar por la ventana y no le gusta el sol, pero sí los rincones pequeños.

Tras dos años de convivencia y un par de mordidas (a Javier en la mano, a mí en el pie), nos hemos ganado su confianza. El sonido parecido a un ronroneo que hace cuando la abrazamos, sumado a la forma en la que nos manda olímpicamente a la chingada para estar sola cuando menos lo esperamos, nos hace pensar que en ella habita un alma de gato. Le gusta dormir la siesta con nosotros, ver series en el sillón y jugar con una horrible piña de tela que le escondemos porque Javier sospecha que la forma en que la agita también le mueve un poco las neuronas y estimula su epilepsia. Corre con emoción cada que salgo del cuarto donde doy mis clases en línea (no tiene permiso de entrar porque ladra y gruñe si ve a sus enemigas a través de la ventana) y me saluda y festeja como si de verdad me hubiera ido a la universidad durante todo el día.

He pensado durante un buen tiempo cómo hablaría: con la perrita que tuvimos antes (Moira, un perro espiritual con un lenguaje sumamente grosero) teníamos largas conversaciones y a veces extraño ese viejo hábito. Sin embargo, el lenguaje de Nala no me sale: quizás porque toda su expresión no verbal es tan rica que darle voz la arruinaría.

Ahora mismo, sentada sobre mis piernas, muestra un tremendo desinterés por el monitor y hunde la cabeza bajo mi brazo para pedir que la acaricie. Suspira y se da por vencida, recargándose en sobre el mousepad como diciendo: “a ver a qué hora terminas”. La verdad, cuando llegó, no creí que fuera a quererla tanto: así de difícil como es, así de rara. Intento moverla un poco para acomodarle una pata que ha dejado colgando y me gruñe suavemente: su mal carácter sigue ahí, pero ahora lo manifiesta a manera de advertencia (si nos muerde es “de mentiras” e inmediatamente después de hacerlo pide disculpas agachando la cabeza). La tranquilidad de su visita acaba cuando el vecino saca a pasear a sus perros, Nala comienza a gruñirles y siento todo su cuerpo vibrar mientras la bajo con cuidado para que no salte. Ella corre hacia la ventana y agita las persianas con toda la ferocidad de sus cinco kilos. Las enemigas (un par de hembras escocesas: una negra y otra blanca) se alejan por la calle, ella permanece quieta, acechando hasta que vuelvan. No acudirá conmigo ni aunque la llame y la invite de nuevo a subir a mis piernas. Chingarles la vida es una actividad que es incapaz de desatender (en una ocasión, mientras sufría uno de sus ataques epilépticos, fue capaz de arrastrarse hacia la puerta para ladrarles cuando su trabazón ya iba de salida… el problema fue que le vino un segundo ataque más tarde, quizás porque interrumpió el flujo de la descarga eléctrica): en la vida hay prioridades y por el momento, yo no soy una de ellas.

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Cecilia Magaña

Escribo, doy talleres y tengo un curso de creación de personajes en la plataforma de Domêstika. Vivo con Javier y Nala, una perra de humor cambiante.