07/52 Abrazar una secoya
Vi Nomadland en el caos que ha sido recientemente mi casa: rodeada de familia que vino de visita y que al tiempo que la película corría en la pantalla, se zambullían en su celular y volvían a la superficie; entraban y salían del baño; probaban en una aplicación si su cuerpo y su rostro eran simétricos o no. Es verdad que hubiera querido verla en otras condiciones pero lo que estaba pasando en pantalla era tan importante que igual pude entrar a la experiencia con todo el desmadre a mi alrededor.
Qué ganas de tener una van y salir a recorrer la carretera, de abrazar secoyas y nadar desnuda en ríos que seguramente están helados porque el recuerdo que tengo de haber metido un pie al mar de California es que el agua estaba fría como la chingada. Pensé en qué sería parte de esos objetos preciados que serían parte de la caravana:porque solo se pueden llevar muy pocas cosas, casi nada. Y me acordé de la foto de mi abuela, una en la que posa con los codos recargados en una lancha en Pátzcuaro, Michoacán. La tomaron durante su luna de miel, seguramente mi abuelo. Me gusta porque parece más conectada consigo misma y con el lago, llena de una fuerza que quizás en otro tiempo, la hubiera llevado a otro destino. Me gusta esa foto porque puede ser nostálgica y vívida al mismo tiempo. Quizás según el estado de ánimo que me embarga.
Hace unos meses hubo un connato de incendio en uno de los departamentos de al lado y nos evacuaron a todos los inquilinos: cuando nos asomamos por las escaleras, la vecina de abajo nos gritó que teníamos que salir todos y que le avisáramos a los de al lado. Javier guardó nuestras compus y salió a la calle, yo me tardé más: metí a la mochila un libro y esta foto. No el pasaporte, ni otros documentos, sino a mi abuela en esta foto.
Así que sin duda, estaría en mi lista de objetos que llevar al camino. En cuanto a las chambas que realiza la protagonista de la Nomadland, (Fern, que significa helecho y que siempre se me ha hecho un nombre rarísimo pero me encanta), no tendría problema en limpiar parrillas y acomodar productos en Amazon: se ve que está pesadísimo, pero quizás el trabajo repetitivo en el que no tenga que pensar tanto (en el que no me sienta responsable de tantos alumnos, sino solo de que todo llegue completo y en orden, o que la hamburguesa esté en el término correcto, o de que hay que darle una última pasada con el trapo a las freidoras) estaría bien. No estoy muy convencida de aquello de limpiar baños en los descansos de las carreteras, ni de usar como inodoro un bote de plástico, pero caray, todo tiene su precio. Y el pago es ese contacto con el cielo estrellado, el viento corriendo entre los cañones, el asombro infantil al entrar a un museo, el trueque y la risa en torno a una fogata. El contacto fugaz y luego, la distancia, las puertas cerradas, el interior seguro de la van.
La verdad es que sí soy un animal bastante social, pero a veces cómo disfruto del silencio de las siete de la mañana, de abrir la puerta del patio y sentir el viento helado en la cara, de los colores que cambian poco a poco a través de la ventana y de la música y del brillo solitario de mi pantalla. Hablando con Javier el otro día sobre todo este show de la pandemia, él dijo en voz alta y con cierta duda, como si fuera malo decirlo así, que una de las complicaciones de la pandemia era que no había mucho chance de estar con uno mismo. Desde que yo no salgo a trabajar, el territorio de la depa, que solía ser completamente suyo por horas, ahora lo comparte conmigo: todo el tiempo, todo el día. Y me dio un alivio enorme que lo dijera porque entonces no soy tan rara y supongo que le pasa a mucha gente también, que nos hacen falta estos espacios, estos momentos diarios que no son una van en la carretera, pero sí algo que nos debemos a nosotros mismos. ¿Por qué aprendimos que eso es raro o está mal? En la película la gente que no es nómada ve a Fern con lástima o como si fuera una loquita, no conciben que no tenga una casa y que esa camioneta vieja sea su hogar. Es verdad que es una víctima de un sistema que le ha dejado sin la casa en la que fue feliz, pero no eso eso lo que la lleva al camino, sino un búsqueda constante, una necesidad de estar viva y a la vez, de añorar y recorrer el camino como si ahí fuera a encontrar a quien se fue para siempre. Y la verdad es que sí lo encuentra, pero no. Lo encuentra en el polvo que se le pega a la piel, en las praderas, en las olas que se rompen furiosas: y ahí también está ella y algo mucho más grande que ambos. Aunque ahí también está el vacío y la inmensidad.
Llena de contradicciones, como todo lo que se siente cercano a la verdad, la experiencia de uno de los nómadas de la película también me recordó algo con lo que he fantaseado durante mucho tiempo: que aquellos que ya murieron están ahí, en el camino. Y en algún momento vamos a reencontrarnos. La imagen de mi papá manejando en carreteras lejanas, con distintos paisajes corriendo hacia a atrás ilustrando sus ventanillas, es una que me ha acompañado por años. Sé también, que es una carretera a la que no puedo llegar por ahora.
Mientras tanto, hay otros caminos pendientes, supongo. Uno en el que trabaje menos y viva más estaría muy bien, y también viajar. Hablando con Diana y Laura en Juego de Pomos, comentamos que en este país ser mujer y vivir en una camioneta recorriendo la carretera no es una buena idea, pero pensándolo con calma, la invitación que me hizo Nomadland no es literalmente esa: los paisajes a recorrer no solo están afuera sino adentro y hay muchas maneras de visitarlos. Una, que había descuidado por varias semanas, es escribir aquí. Y bueno sí, también algún día quiero abrazar una secoya.