09/ El corazón del parque

Cecilia Magaña
5 min readNov 8, 2021

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(Cuento, porque ahora me movió más la ficción)

El olor dulzón que arrastra el viento le golpea la cara y Laura se dice que es normal, ahora que son tantos. Acelera el paso. El frío arde y ella hace el ademán de cerrarse el cuello de la chamarra que antes era de su esposo, aunque está completamente abotonada. Sujeta fuerte la correa, Dante tironea de ella con la lengua de fuera. Alguna vez escuchó que cada cierto tiempo, quizás cuando ya nadie iba a verlos, se juntaban todos los huesos de un cementerio y los depositaban en otro lado así, revueltos. Quitaban sus lápidas con todo y las palabras que con tanto cuidado eligieron quienes dejaron de visitarlos y se preparaba el terreno para recibir a los nuevos. Dante olisquea y Laura lo jala, tratando de separarlo del denso aroma que lo llama.

“Ya sabíamos que era cuestión de tiempo”, había dicho su marido cuando comenzaron las excavaciones en los parques. “Tanto desaparecido no iba a caber en la barranca”.

Años atrás, habían elegido vivir en esa colonia por los jardines, por el espacio y el silencio que parecía seguro hasta que escucharon las palas cavando a mitad de la noche, los mazos rompiendo el cemento, reduciendo las bancas a migajas. Se dijeron que era cuestión de acostumbrarse y seguir yendo a caminar, a pasear al perro: hacer como si la vida siguiera siendo la misma para creérselo. Andando siempre por la banqueta, sin meterse ni hacer preguntas. “No van a tardar en llenarlo para irse a otro lado. Solo hay que esperar. Así funcionan ellos: agotan un lugar y luego se van.”

Un niño pasa corriendo y Dante ladra. El chiquillo se pierde en dirección al centro tapiado de árboles y una voz de niña empieza a contar a gritos muy cerca:

“Cinco, seis, siete…”

Los ojos de Laura buscan, pasando de un tronco a otro, esperando verla con los brazos cruzados hacia arriba, la frente apoyada contra el árbol, los párpados cerrados.

“Diez, once…”

La imagina contando por debajo de la tierra, recargada contra las gruesas raíces que se bifurcan y duplican los árboles hacia el otro lado, conectando a unos con otros. La voz sofocada por la tierra:

“Catorce, quince…”

Dante mueve las orejas y llora, ansioso.

“¡Veinte!”

Laura escucha pasos aplastando las hojas que ya nadie barre y entonces la ve: la niña trae puesto un gorro tejido del que sobresalen un par de orejas y está agachada, pegando el oído al suelo como si alguien más le dijera por dónde se fue el amigo con quien juega a las escondidas. Dante ladra y la niña voltea pero no mira al perro sino a Laura. Lleva en un zorro tejido como una segunda cabeza y se ríe antes de internarse entre los árboles, gritando:

“¡Los voy a encontrar! ¡Los voy a encontrar a todos!”

Aunque sea una niña, no hay manera de saber si es una de ellos y Laura siente un hueco de angustia. Se obliga a caminar y guía a Dante usando el peso de su cuerpo. Escucha más risas unirse al juego.

“Otra vez”, dice una voz de muchacha.

“Es muy difícil”, se queja la niña-zorro.

Dante gime. Laura trata de calmarlo y lo acaricia. Mira la banqueta de enfrente, donde un hombre lava su auto y la observa.

“¿Por qué ustedes nunca cuentan?”, replica la niña-zorro.

Porque nadie los ha encontrado, piensa Laura y aprieta los dientes, intenta recuperar el paso, disimular el escalofrío. Dante se echa atrás y tuerce la cabeza, liberándose del collar. La correa cuelga inútil y el perro se aleja corriendo hacia las voces, hacia la peste que sube por las coladeras durante la noche.

“¡Dante!”, grita Laura y se arrepiente al escucharse destemplada. No sabe quién está mirando además del hombre que lava su auto. Truena los dedos y habla a susurros: “Dante, ven aquí, ven aquí por favor”.

Lo oye ladrar allá dentro y escucha:

“Qué bonito.”

“¿De quién es?”

“¿Quieres jugar?”

Enrolla la correa y trata de esconderla en el bolsillo de la chamarra. No cabe.

“¿Cómo se llama? ¿No tiene placa?”

“Hay que ponerle un nombre”, dice la niña-zorro y Laura sigue andando, segura de que la miran a través de las ventanas.

“Tomaron algunas de las casas alrededor del parque, pero se van a ir cuando acaben”, había dicho su marido sentado a la mesa, todavía pálido, después de encontrarse con uno de ellos. “Pero ¿cuándo se acaba?”, le preguntó. Él se había encogido de hombros.

“¿Cómo le ponemos?”, insiste la niña.

“Ven, perrito.”

“Hay que ponerle un nombre.”

“Ya tiene uno.”

Laura pierde el paso cuando reconoce la voz que no ha escuchado en tres semanas y cuatro días. Desde que no volvió, lleva la cuenta en su cabeza y en el calendario de la cocina: exacta. Vuelve a oírla cuando su esposo dice:

“Se llama Dante.”

Ella se cubre la boca con la mano para no gritar y disimular la mueca, entre sonrisa y llanto que como un velo, cubre su cara.

“Encuéntrame, Dante”, lo escucha decir en un tono lánguido mientras la niña zorro canturrea: “Dante, Dante, Dante”.

Laura camina, aguanta las ganas de limpiarse por temor a que el gesto la delate si alguien la espía, lágrimas hielan sus mejillas. Esconde la correa bajo la chamarra y piensa que, de alguna forma, lo ha sabido desde antes ir a reportarlo a la fiscalía, antes de colocar una lona con su fotografía y sus datos en la glorieta donde tantos rostros se acumulan: “¿lo has visto? Ayúdanos a encontrarlo. Te seguimos esperando. Hasta no volver a verte. Viva se la llevaron, viva la queremos. Si lo reconoces, llama al número…”

Pero no puede correr a buscarlo aunque todo su cuerpo se lo pida y tire de ella hacia hacia el corazón del parque.

“Solo hay que esperar”, mueve apenas los labios.

“Uno, dos, tres…” reinicia el conteo la niña-zorro.

Hay que esperar a que se llene. Una vez lleno el parque, empezarán a juntar los nuevos en otro lado y desocuparán el barrio.

El hocico tibio de Dante roza sus piernas y ella se inclina a acariciarlo, lo abraza preguntándose si su marido también lo habrá tocado. El perro lengüetea y hace ese gesto suyo que parece una sonrisa.

“Siete, ocho, nueve…”

“Solo hay que seguir esperando”, repite y le pone el collar.

“Doce, trece…”

Sujeta la correa y cruza la calle aún temblorosa, envuelta en su chamarra. Se pregunta si no le hará falta a él, con este frío. Dante corre por delante de ella, ansioso por volver a casa y Laura lo sigue.

La niña-zorro no termina de contar.

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Written by Cecilia Magaña

Escribo, doy talleres y tengo un curso de creación de personajes en la plataforma de Domêstika. Vivo con Javier y Nala, una perra de humor cambiante.

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