2/52 Estela

Cecilia Magaña
5 min readMay 7, 2022

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1

Contiene la respiración. “Así”, diría su padre, hablándole por encima de su hombro, sin tocarla. Ambos atentos a la liebre; ella observándola a través de la mirilla, él achicando los ojos, tendido boca abajo. Casi puede oler las hojas secas detrás del aroma a pólvora, la tierra húmeda helándole el pecho a través del chaleco y la camisa de franela. “Ahora”, repite en su cabeza, con el pulgar sobre el gatillo. Apuntando la boca del Remington justo entre sus ojos: mejor mirar ese túnel aún caliente, que el cuerpo de Aníbal.

2

— Un solo tiro debe bastar. De esta alma debe salir una sola bala — había dicho su padre, señalando el caño largo del rifle. — Una sola para que la de tu presa la siga sin dolor al otro lado.

— ¿Por qué alma? — Estela señaló con sus dedos el hueco helado que sólo se calentaría con la detonación, mientras su padre aún sujetaba el Remington por el guardamanos.

— Un día lo sabrás — se había encogido de hombros y mirado hacia la pradera, como si buscara una liebre con la que demostrárselo.

Estela se había dedicado entonces a observarlo, a acechar a su lado, pensando primero que quizás era porque el cañón estaba hueco y en su interior no residía más que el fantasma del último disparo. Su padre la limpiaba después de cada jornada y el escobillón con el que lo hacía, tras desarmar una a una las piezas, la hacía pensar en los tiros que había fallado, en las almas de presas que no habían podido seguir, sin dolor, la trayectoria de su bala.

— No llores, Estela — le decía su padre, entregándole el escobillón para que ella misma limpiara el alma del rifle. — Lograrlo lleva tiempo.

¿A dónde se escapaban las liebres y los ciervos y los pecaríes de ojos pequeños, como los de él? Nunca le había preguntado cuál era ese otro lado. Sólo había aprendido a respirar despacio para asegurar un solo tiro y había desollado las presas como él le indicaba.

No lloró en el funeral. Después de todo, el tiro de su padre había sido limpio. Mi papá, pensaba de niña y lo recordó entonces, además de cazador, era un poeta.

3

Estela había dado con el sitio siguiendo una liga tras otra; no creyó que fuera real hasta que el mensaje saltó en la orilla inferior de su computadora. “Es más fácil si se hace entre dos”, había escrito el usuario con el nombre de Rimbaud. “¿Dices que eres cazadora?” No, hubiera querido contestar, pero las fotografías en su muro no podían mentir. “Hay que vernos”, seguido del vínculo a una ubicación. Estela aceptó y supuso que verse con Rimbaud en un lugar tan concurrido era señal de que él también desconfiaba.

Aníbal no era un chico pequeño y rubio, de mirada fría; tampoco parecía un traficante de marfil: era un hombre de mediana edad y al menos cuarenta kilos de sobrepeso que sorbía nerviosamente un preparado de café y arrugaba la nariz mientras la veía acercarse. La mesera levantó la orden y le trajo a Estela un vaso de unicel al que ella le hizo líneas rectas con el filo de su cuchara. Guardaron silencio y vieron pasar a familias con bolsas de papel y envolturas de regalo, pinos falsos y escarcha.

— Conseguí una pistola quemada, pero nunca he usado una — lo oyó sorber. — No quisiera fallar en eso, ¿me entiendes, Estela?

Su nariz larga y ojos redondos le recordaban a un coatí.

— ¿Quemada? — lo evaluó por encima del borde de su vaso, antes de dar un trago.

— De las que se usan para un crimen y nadie quiere volver a usar… — Aníbal volvió a mordisquear el final de su popote. — Es la mejor temporada.

Una mujer joven con una minifalda de peluche rojo se inclinaba hacia delante para entregar volantes a los niños que venían acompañados de varones y evitaba a las parejas.

— ¿Por qué entre dos es más fácil? — preguntó ella y Aníbal parpadeó antes de responder:

— Si el que dispara primero tiene dudas, es más posible que se decida por la culpa.

— Yo nunca he sentido culpa — y pensó en las cocotas aleteando doloridas, en el escobillón que usaba para limpiar el alma, en el hueco que había dejado la de su padre al salir siguiendo la bala que ella no había anticipado.

— ¿Qué es lo más grande que mataste? — Aníbal se inclinó un poco hacia ella y Estela pudo oler que no se había bañado.

— Un alce — dijo y el extremo de su cuchara dibujó una cornamenta invisible sobre la mesa.

— No es lo mismo matar a un hombre.

Una canción sobre campanas y niños recostados en pesebres hizo aplaudir a un grupo al otro lado del pasillo. Reían moviéndose como si repitieran una coreografía, toscos y felices, entorpeciendo la huída de las familias. Aníbal suspiró.

— Está bien — dijo Estela.

— ¿No quieres saber por qué?

— ¿Por qué, qué? — lo miró a los ojos redondos y dulces: un coatí, sin duda.

— Por qué quiero que me des un tiro — justo antes de que la mesera pusiera delante de él otra bebida roja.

— Para que tu alma siga la bala al otro lado, — cruzó los brazos — debe bastar un solo tiro.

— Más te vale — sonrió y los labios le temblaron.

Ella correspondió a la sonrisa y mordió suavemente la orilla de su vaso. Luego dijo:

— Y olvídate de tu pistola. Yo me encargo.

4

Estela desvía la mirada del cañón para verlo tendido sobre el parquet de la cabaña que rentaron por el fin de semana. La mujer en el módulo de recepción ha pensado que eran pareja y sobre la cama matrimonial alguien ha desbaratado una docena de rosas.

Aníbal había querido hacerlo de espaldas. Se puso de pie muy cerca de la ventana. Ella dio unos pasos al este y se agazapó para acecharlo. El vaho marcó un círculo en la ventana. Ella contuvo el aliento, esperando.

— No me digas cuando vayas a hacerlo — la forma en que se limpiaba las manos contra los pantalones, decía lo contrario.

“Una sola bala para que el alma de tu presa la siga sin dolor al otro lado.” Pero Estela tuvo que acercarse y pararse sobre él, mientras Aníbal se agitaba en el piso, con los ojos aún más redondos, antes de jalar nuevamente el gatillo.

5

Vuelve los ojos al túnel. No tiene mucho tiempo, la recepción no está lejos. Contiene la respiración, mirando el alma del Remington.

— Ahora — murmura con el pulgar sobre el gatillo.

Afuera, las hojas crujen.

“Ahora”, se repite en silencio. La voz de una mujer llama. Su mirada se concentra en el vacío que habita el fantasma de su último disparo. “Ahora, Estela”. Su pulgar contra el gatillo, la otra mano envolviendo el caño largo. Puede sentir el sudor frío y pegajoso contra su pecho, por debajo de la ropa. “Lograrlo lleva tiempo”.

Alguien golpea la puerta.

En la pradera, una liebre se para en dos patas antes de alejarse a saltos.

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Cecilia Magaña

Escribo, doy talleres y tengo un curso de creación de personajes en la plataforma de Domêstika. Vivo con Javier y Nala, una perra de humor cambiante.